CUENTO

CUENTOS DEL LIBRO 
"LA PLUMA CREATIVA"


EL OSO GRIS

La oscuridad no es problema; el problema son los ruidos. La oscuridad es un parlante de los cantos de las desgracias. La casa es vieja y todo suena. Para ella la noche es el peor momento. El problema son las voces, son ellos. Odia tener que ir a dormir, que apaguen la luz, que su hermana cierre la puerta de la habitación y diga: que duerma...

En ese momento ella me abraza y tengo que ser fuerte para darle valor. Siento cómo sus manos tiemblan y me dice a mí que me calme. Ella valientemente me arrulla.

Vamos a rezar, señor oso- me dice- que nada suene, que nadie hable, que nadie grite, que me dejen soñar en paz con todos los santos Jesús y María amén.

Ella no duerme; permanece atenta, despierta, vigilante.

Su oído tiene registrado cada sonido de la casa, de la calle. Desde las voces en su cabeza, hasta el caminar tranquilo de un gato en medio de la noche. Todo debidamente clasificado e identificado.

Primer sonido se levanta de un solo golpe de la cama. Los latidos de su corazón rebotan por las paredes de la habitación. No son ellos, su hermano se levantó al baño. La engañó su cabeza. Ese sonido no estaba registrado.

Ella canta para tranquilizar su corazón. Lo hace muy bajito para que nadie descubra que tiene miedo... érase un angelito que del cielo cayó y cayó, ¿Le gusta esa canción, señor oso? Ella sabe que me gusta porque se acallan también las voces.

Los gritos aparecen en la madrugada. Son ellos. ¡corra, señor oso! Salta de la cama. Ella la más pequeña como héroe inútil sale corriendo a esconder la escopeta de su padre. Cada sonido está siendo grabado y registrado en su cerebro: los tonos desgarradores de los gritos, las porcelanas que se rompen, su oído registra todo. Las manos que golpean los rostros, las voces que piden clemencia, el vaso de vidrio que estrellan contra la pared, el sonido del gatillo, la bala deslizándose por el cañón, el estruendo de la salida y el sonido seco del proyectil cuando impacta.

En secreto y al oído me dice: creo que recé mal, mis oraciones no se escuchan... ¿Señor oso, qué hicimos mal? Mañana probamos con otro santo.



YENNY ALEXANDRA CASTRO SILVA
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NUNCA ES TARDE

Mientras lavaba mis manos, cuatro gotas de agua cayeron sobre la libreta de papel periódico donde pretendía terminar la historia que llevaba adornando con figuras retóricas todo este tiempo. En tanto secaba la hoja con el aire frío de la mañana, él me acercó una taza humeante de café, de esas que huelen tan rico que provoca tenerla por siempre entre las manos, no soltarla por nada y seguir aspirando su aroma de manera inmóvil y por tiempo infinito; sin embargo, la bebí a sorbos lentos observando por la ventana cómo se desempañaban por sí mismos los vidrios después de un aguacero matutino que convirtió por horas el paisaje en oscuridad, cual si fueran las seis de la tarde.

Él tomó asiento de nuevo frente a la computadora, concentrado en un informe que debía presentar para la empresa. Esta era la forma de ocupar su tiempo y lo seguía haciendo porque, a su edad, la terquedad y los apegos no le permitían alejarse de lo que fuera su única entretención; era un viejo obstinado y a veces traspasaba la fina línea que lo llevaba a la amargura. 

Como si fuera normal, su genio estaba agrio. El timbre del teléfono lo desconcentró de su labor. Aló, - Dijo en tono alto- frunciendo inmediatamente el ceño, como adivinando que la otra persona tuviese la intención de irritarlo a propósito. Se alcanzaba a escuchar una voz femenina, pero no con la claridad suficiente para saber de qué estaban hablando.

Esperé con paciencia la culminación de la llamada mirando con disimulo su rostro. Pude notar que antes estaba contraído y ahora lucía distensionado hasta el punto de marcar una tenue sonrisa, como hacía muchos años no le veía. En ese lapso, mi mente incubaba con presteza una serie de suposiciones al respecto.

Antes de que pudiese llamar su atención para preguntarle qué ocurría, él tomó la vieja cachucha y las llaves y se apresuró a salir hacia la calle. Esa fue la última vez que lo vi.

Habían transcurrido para ese entonces muchos años de convivencia ininterrumpida; ya extrañaba su gesto de irritación frente a cualquier simplicidad, ya extrañaba los chasquidos a la hora de la cena; al menos, ya no tendría que ruborizarse al sospechar que yo conectaba la radio con alguna canción alegre para amortiguar los exasperantes sonidos que brotaban de su boca.

Para reconfortar su amarga actitud, evitaba a toda costa mencionar ciertos temas que de antemano sabía que lo indisponían: el pago anual de impuestos, la cita con el médico, las relaciones con sus compañeros de trabajo… en fin, la convivencia daba visos oscuros en el collage de las rutinas diarias.


¿Has pensado en que deberíamos darle un vuelco a nuestras vidas? - decía yo con frecuencia y sólo torcía la boca con desgano y retiraba su vista de mi lado en un intento por evadir llegar al fondo de mis palabras. Al menos el día de la llamada telefónica evidencié algo salido de la extrema repetición: ese día no había sacado su paraguas.

Después del eterno advenimiento y sobre viento y marea persistí en la idea de buscarlo; telefoneé a todas las amistades que hacían parte de nuestro grupo social. Lo busqué en cuanto agujero pudiera esconderse, extendiendo la cordura y la esperanza sin obtener ni tan siquiera una gota de información al respecto.

Pasó otro tiempo y ya había renunciado a hacerme tantas preguntas que otrora hubiera hecho casi sin parar, ¿Dónde estará?, ¿Estará tomando su medicamento?, ¿Estará con vida?, ¿Por qué se fue de ese modo?, ¿No merecía una palabra de despedida? ¿Me habrá dejado de querer? 

Sonó esta vez el timbre de la puerta y mi corazón se movilizó dentro del pecho con la fuerza del galope de cien caballos. Al abrir, descubrí que no se trataba de lo que tanto estaba esperando; era el encargado de la editorial que venía a recoger el borrador de la historia. De cualquier forma, terminarla me había mostrado las capacidades que nunca creí tener. Siempre dependí de él para contar, no mis propias historias, sino las suyas. La manera en la que el encargado me miró, en un principio, me produjo desconfianza y temor. Tal vez la ansiedad impedía ver más allá de la preocupación. ¿Cuánto tiempo habría pasado para que pudieran concordar el brillo de unos ojos extraños con los míos? Aún me sentía joven, vital, y anhelaba otorgarme el permiso de amar, pero estaba devorada por el miedo y la desconfianza; no obstante, en el fondo, una chispa de ilusión movía la adrenalina a lo largo y ancho de mi cuerpo. Tomé un instante para reaccionar y agradecí con una inhabitual sonrisa que fue correspondida por el caballero. 

El domingo en la mañana tendía la cama como de costumbre, antes de ingresar a tomar una ducha caliente; levanté por completo el cabecero móvil para estirar las sábanas de dulce abrigo hasta el extremo del colchón. Divisé lo que parecía ser un triángulo formado por la punta de una hoja de papel cuyo cuerpo estaba entre el marco y la pared. Estirándome tomé con ingenuidad la hoja sin soltarla. Cuando reconocí su letra aún sin haberme puesto las gafas, me senté de inmediato en donde pude. Tal fue mi exaltación al empezar a leer, que casi temblaba: “-Yo, ese que por tiempos inmemorables has considerado un agrio y amargado, a ese, que en tu afán de poseerlo todo, le has cercenado la razón y la voluntad, ese del que te has adueñado creyéndolo tuyo para moldear a tu antojo, ya se ha ido. Se fue tras la promesa de reencontrar por sí mismo su destino, tras de dejar el miedo a ser él mismo, entendiendo que existen lazos que ahogan al amar y que existen hijos temerosos de soltar las cuerdas que los conducen a inspirar por sí mismos el aire de la libertad. 


ANGÉLICA MARÍA BETANCOURT
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DESPEDIDA

Era una mañana de invierno; ya se había despejado un poco la neblina que había ocupado todo; el profesor entró al salón, se quedó de pie muy cerca de su escritorio frente a sus alumnos. Los miró sin fijarse específicamente en alguno, se frotó las manos como si de esas manos que usualmente despedían olor a tiza fueran a manar las palabras con las cuales se despediría de sus alumnos.

Muy diferente a otros días, el fantasma del silencio había sobrevolado aquel salón y se alcanzaba a escuchar la respiración de este grupo de niños que presentían que se cernía un acontecimiento que marcaría sus vidas para siempre; se revistió de valentía y les dijo: hoy he venido a despedirme. Me había acostumbrado a compartir los días de clase y los voy a extrañar, he dejado en cada uno, lo mejor de mí y me llevo un sin igual recuerdo de todos ustedes.

Les he enseñado aquello que considero que deben aprender para ser orgullo de sus familias, hombres de la nueva sociedad y dignos herederos del sentido de patriotismo. Me voy porque discrepo de las directrices que me han fijado para impartir en esta clase, porque eso es adoctrinar y esa no es la misión de un educador, sino mostrarles todos los caminos posibles para que cada cual elija el camino que más les atraiga y no solo aquellos que pretenden alienarlos o incularles ideas disfrazadas de verdad. 

El papel de un maestro es como el de un escritor, leen sus escritos hoy y mañana al volverlos a leer encontrarán más sapiencia. Aspiro a que, transcurrido algún tiempo, los vuelva a encontrar, convertidos en aquello que intenté inculcarles mientras fui su maestro; de hoy en adelante dejaré de ser su profesor, pero seré su amigo. Me llevo gratos recuerdos y tengo la plena seguridad de que serán en un mañana grandes personas que integrarán una sociedad justa y libre.

Un grupo de palomas volaba pausadamente hasta perderse en el horizonte de aquella fría mañana. Recordó con nostalgia su infancia en su escuela, su maestra, sus tareas, sus clases de educación cívica y catecismo; en fin, eso era historia; lo que importaba ahora era desempeñar su labor de educador en cualquier lugar donde hubiera niños para enseñar.

Caminó hacia la puerta, por un momento volteó la mirada y se detuvo un minuto, pero no pudo articular palabra alguna y siguió su camino mientras sus alumnos agolpados en la puerta batían sus pequeñas manos como gaviotas asustadas levantando vuelo. Se dirigió a una pequeña iglesia, ingresó en ella, se situó en un lugar muy cerca al altar, hincó sus rodillas, miró fijamente al crucifijo que pendía de la pared y oró diciendo: Señor Jesús, hazme digno de llevar el título de maestro, dadme la virtud de ser ante mis discípulos tu imagen, de enseñar sin obligar, de corregir sin lastimar, de prodigar cariño, de propiciar sonrisas y evitar las lágrimas, de enseñar con alegría de compartir con mis alumnos sus triunfos y darles aliento en sus fracasos, de brindarles mi mano cuando caigan y de demostrarles el significado de la palabra tolerancia. Señor, señálame el camino que debo seguir, llévame de tu mano a la escuela más remota del mundo donde haya niños que necesiten de mí; anhelo emularte Señor, para algún día llegar a ser muy similar a aquello que tu fuiste: el más grande de todos los maestros.


GUSTAVO GARCÍA CARDENAS
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INCONFORMISMO NATURAL

¿Has tenido esa extraña sensación de que no te hallas? Esas reflexiones de introspección, momentos que te sorprenden acompañados de insomnio, que cuestionan tu existencia.

Así estoy con mi vida, no sé cómo explicarles lo complejo de mi situación, pero no estoy conforme con lo que me designó Dios o lo que sea que esté detrás del destino. No. Siento que algo falló.

Empezaré por aclarar que no debería estar arrastrándome literalmente por el suelo, sintiendo el polvo. No, merezco algo mejor.

No sé cómo mi compañero zurdo, que es un lerdo, conformista, corto de aspiraciones, está tan feliz con los designios del destino; no hace más que insistirme en que deje mi obsesión y me comporte como “lo que soy”. 

Es verdad, hemos salvado juntos grandes distancias, siempre que no tengamos esos insoportables tacones ¿Qué carajos pensaba quien los inventó? No hay nada que nos quite mayor estabilidad, nos lastime y ni se diga cuando nos salen ampollas; ¿Cómo ocurrió esa noche de tormento en que nos obligaron a bailar hasta el amanecer? Si antes a las niñas en China se les quebraban los dedos y el arco al atarlo a la planta del pie con tela, para lograr los diminutos pies de loto que eran símbolo de belleza, los tacones serían la tortura moderna. ¡Inventos ridículos de la moda!

Asiduamente, todos los días imagino lo que podría hacer si estuviera donde realmente me corresponde, pero no sé en qué momento se intercambiaron los papeles y terminé así. Es inevitable pensarlo, cuando debería iniciar el día sintiendo el café caliente que reposa en una taza y me da calor. Bañarme frecuentemente y cubrirme por completo en cremas de fragancias exquisitas, e ir cada semana al spa para consentirme y escoger un tono de uñas, según la ocasión.

Hasta podría dejar de ser un ignorante. Quiero escribir, ser hábil y poder expresarme con palabras, dibujos, jeroglíficos; bueno... de alguna forma. A quién engaño... ni siquiera sé dibujar o pintar; una vez hice un mal intento de un corazón en la arena que se llevó las olas.

Aunque sí tengo una habilidad que, si bien no es esencial, fue útil en su momento. Mantener el equilibrio mientras no pisaba la línea de la rayuela. No se burlen; puede ser irrelevante para ustedes, pero sé que fue importante para su infancia y clave para su adolescencia al momento de bailar.
¿Saben qué más deseo? Embriagarme en mi faceta más libertina, andar desnudo por el mundo, tal cual aparecí desde que tengo uso de razón. Sin nada que estorbe, sólo yo y el sol que acaricia mi piel.  ¿Existe más libertad que estar al natural? 
Incluso, les confesaré lo que me parece realmente excitante: quiero conocer más de los míos sin tanto protocolo. Por el momento, deben ocurrir una serie de eventos afortunados para que ella coincida en la misma cama con otros y pueda conocer a alguien igual que yo ¡No es justo! Tantas citas a las que la llevé para seguir en las mismas. No, comienzo a creer que, si fuera una mano, tendría una vida social más interesante. Me imagino que incluso podría conocer y tocar nuevas manos, antes de que ella conozca el nombre de alguien ¡Lo sé, estoy alucinando!

Por ahora, apenas si me dejan libre de lo que llaman media que no hace más que incomodar. Al final, sólo puedo sentir las sábanas y la arena de la playa en contadas ocasiones. Me toca resignarme con rozar la suela del zapato y ya estoy aburrido. ¡Necesito más locura en mi existencia!

Yo quiero ser una mano o por lo menos ser tratado como tal. No tengo por qué seguir siendo un pie.

Quizás espere el lector que al final de este relato logre ser una mano. Pensará que lo conseguí porque está leyendo algo “que escribí” y… pues no. Lamento decepcionarlo, pero un escrito así tiene que ir en sintonía con el personaje. Este no es ese tipo de historia predecible; es un escrito realista, sí, aunque yo me sienta una mano y tenga forma de pie.

Y no vayan a sentir pesar por mí ¡Por favor! Por lo menos soy uno de los pocos que sé quién soy, no por lo que juzgue la sociedad e incluso lo que parezca que sostiene este cuerpo.

Yo me siento genuino. Al final no soy una parte de un cuerpo, no. Así como dicen siempre en forma posesiva: “la mano de”, “el pie de ella”. Podría incluso decirse a este punto “ahí está ella, la del pie que quiere ser mano”. Bueno, quizás exagero un poco, pero me encanta lo bien que suena.

Aunque sí puedo asegurar que nunca habías conocido a alguien como yo. Es más, afirmaría que en el mundo soy el único pie que quiere ser una mano, de por sí, el que yo reflexione sobre la última frase me hace sentir auténtico e increíble.

Es hora de ajustarme de nuevo al zapato.


YULY ANDREA GUZMÁN ROJAS
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EL BARQUITO PIRATA DE LOS HERMANOS PARCHE BRAVO

Mi hija Laura María dibujó y recortó este hermoso barco pirata de papel, cuyos dueños son los hermanos Pablo y Ximena Parche Bravo. De acuerdo a su imaginación, son herederos de dos grandes tesoros llenos de joyas, monedas y lingotes de oro. Me dice también que en esos baúles cargan sus llaves con sus mapas; que este barco pirata es multicolor porque a ambos hermanos les gusta vivir aventuras de colores, pero que estuvo en ruinas y lo restauraron adecuando un par de copas que les llaman nidos de cuervo, bodegas con ventanas que se convierten misteriosamente en persianas para que no se descubran los tesoros guardados, una escotilla donde guardan sus elementos de defensa, dos cañones, los camarotes, también el timón. ¡Otra cosa más! Agrega que hallaron tres mapas que al unirse mostraban los sitios donde encontrarían riquezas que, a veces para Ximena, eran imposibles de pasar. Y eso que sólo les veo dos al dibujo.

Otro detalle que mi pequeña me cuenta es que por las noches, cuando nos vamos a dormir, su linda embarcación y sus piratas cobran vida, con sólo un par de palmadas que ella da al aire para que pasen por un portal; eso sí, les advierte que se cuiden mucho al navegar por todos los mares buscando más tesoros y que los compartan con aquellas personas más necesitadas. Ellos mismos le dicen que algunas veces se enfrentan con malvados enemigos que quieren quitárselos para acumular riqueza; de esa manera no se dejan derrotar y ayudan a organizar a los pueblos que reciben los ataques.

Laurita se pone feliz cuando Pablo le indica que cada vez que terminaban sus travesías, muchas personas querían mirar cómo era la embarcación; Ximena siempre se ofrece de guía. Ambos hermanos caminaban dichosos con las historias que siempre les pedían contar. Quienes más disfrutaban de ver y entrar en el barco eran los niños de las poblaciones que estaban cerca a los mares que navegaban. La parte que más les gustaba eran las bodegas, porque guardaban los tesoros, cuya magia transformaba este medio de transporte en diferentes cosas.

Lo que más le gusta a la niña, de ellos, es su generosidad con aquellas poblaciones, ya que cuando se ven en problemas para vencer a sus enemigos, aprovechan su capacidad para entrenar a los más fuertes en un pasadizo secreto que tiene su barco y planean estrategias para que triunfen.

Y lo siguiente le emociona un montón: cuando veían que sus enemigos no se daban por vencidos, hacían honor a sus apellidos:

- ¿Pero es que no aprenden, Pablillo? – decía Ximena- Que sepan que no volveremos a casa hasta que los derrotemos de nuevo.
- Sí, hermanita. A nosotros, los Parche Bravo, nada ni nadie nos disminuirá nuestro espíritu.

Con mucho esfuerzo y trabajo en equipo vencían otra vez y terminaban convirtiendo su barco en una caseta donde hacían muchas fiestas y recibían muchos obsequios, aunque sabían que debían volver a donde pertenecían. Bueno, mi muñeca cree que los piratas de bien tienen derecho a disfrutar de sus victorias.

Considero que la creatividad de Laurita ha aumentado a sus siete años. Antes de empezar la mañana, la despierta mi voz diciéndole que es hora de recibir su ampliación del conocimiento; recoge dulcemente la navegación marítima con los hermanos de papel y los guarda en un sobre plástico, sellándolo siempre con un candado adhesivo. 


MARÍA VICTORIA VILLALOBOS FIERRO
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JUEGOS DE LA NIÑEZ 

En uno de sus ataques repentinos de ira, Marcelo   arrasó a los soldados del ejército enemigo de un puntapié, contempló con agrado las rígidas figuras de plástico que mantenían aferradas sus inofensivas armas mientras se deslizaban por el piso. Segundos después, la impulsiva criatura al ver que el otro niño se arrodilló para levantar a los pequeños soldados, y al notar que este estaba desprevenido, pateó un balón con la intención de golpear en la cara a su compañero de juego. Pero para el infortunio de Marcelo y para la suerte del otro chico, el ejecutor del malintencionado acto resbaló, perdió el equilibrio y cayó de cabeza contra el piso del patio.

Mientras se retorcía del dolor y en medio del llanto, en su mente se revelaron una serie de imágenes y sintió que las estaba viviendo. En su experiencia delirante, tuvo la sensación de traspasar una compuerta que lo sacó del tiempo y del espacio en el que estaba, para llevarlo a otro ambiente.  Se vio en el futuro como el presidente del país.  Aquella epifanía también le mostró que después se convertía en un dictador y entonces se dio cuenta de la fascinación al que era proclive: la de hacer sufrir a los demás. Le complacía ejercer el poder de forma perversa y jugar con la vida de miles de soldados de carne y hueso, disfrutaba sentir su dolor, su padecimiento, verlos sangrar y morir.

En un momento de lucidez se percibió como alguien repulsivo y perverso. En ese repentino e inusitado proceso de reflexión hizo conciencia de sus actos, se sintió un idiota y consideró aquellas revelaciones como hechos que iban a suceder de forma evidente. Por lo tanto, hizo una promesa: no convertirse en aquel mandatario que hace la guerra y arruina la existencia de tanta gente. No quería ser el dictador que se le había revelado en sus visiones, así que se hizo un propósito: el de ayudar a la humanidad. A partir de ese día se produjo un armisticio con la vida, cortó relaciones bélicas con su vecino de diez años, de tal forma que los soldados de plástico fueron a reposar en paz, en uso de buen retiro, dentro de un cajón de juguetes. 

Sus padres, los profesores y los compañeros de colegio notaron la transformación de Marcelo. Desaparecieron sus agresiones. Eso fue algo que les causó gran extrañeza, pero al mismo tiempo sintieron alivio, ya que por sus acciones todos veían en el pequeño a un futuro rufián irredimible. Del infante hostil, mezquino y violento nada quedó. 

La transformación fue radical. Marcelo pasó a mediar en los conflictos entre sus compañeros y lideró obras benéficas en el colegio. En su paso por el grupo de escultismo eligió el área de servicio a los demás. Portó con orgullo en la manga izquierda de la camisa del uniforme, la Insignia de color rojo que lo identificaba como un miembro que había desarrollado varias especialidades en ese campo. El cambio de comportamiento también repercutió en sus estudios y se clasificó como uno de los mejores estudiantes por sus buenos resultados académicos. 
Con el tiempo sentía cada vez mayor satisfacción por los logros que alcanzaba en todo lo que se proponía. Hizo sus estudios superiores en el exterior, viajó por varios países.  Ocupó un puesto público como ministro, el cual   desempeñó de manera destacada. Lo sedujo la política hasta el punto de querer ser presidente, cargo que alcanzó por amplia votación. Su discurso de posesión fue una oda a la libertad y a la igualdad.  Sus palabras conmovieron a los ciudadanos que lo escucharon y ni sus más acérrimos detractores pudieron contener el asomo de una lágrima en sus ojos.

Unos días después de su posesión presidencial su madre fue a visitarlo al palacio.  Con el ánimo de sorprender a su hijo y recordar tiempos pasados Doña Asunción llevó consigo un viejo cajón de juguetes que había encontrado en el desván de su casa. Entre risas y palabras de celebración se lo entregó a Marcelo. El presidente lo abrió en silencio. Sacó con parsimonia uno a uno los juguetes.  Este acto, más que una revisión de unos objetos viejos se convirtió en una ceremonia íntima. El presidente tomó cada objeto fijándose en todos sus detalles. Palpó sus texturas. Examinó sus colores. Percibió los olores ya refundidos en su mente. Cada juguete le transmitía un cúmulo de sensaciones que evocaban instantes de su niñez, llevándolo y trayéndolo en el tiempo.  Encontró los pequeños soldados de plástico perfectamente ordenados. Vio la fuerza de sus gestos y notó que había en ellos algo de la desgracia humana: una particularidad que siempre lo había seducido en su infancia. 

Recordó a aquellos chicos que fueron víctimas de sus golpes. Trajo a la memoria aquel episodio olvidado del día en que le lanzó una piedra a un compañero hiriéndole la cabeza. Fue algo que disfrutó en aquel momento cuando era niño. También rememoró el instante justo en que había hecho su promesa de ayudar a los demás. Entonces se vio inocente, estúpidamente inocente para ansiar y tener el poder sin materializar lo que siempre quiso hacer en sus caprichos infantiles. 

Desde ese día, bajo el yugo del tirano dictador, el país se cubrió de luto y la sangre corrió más que el agua. En medio de su desaforada ilusión de poder, Marcelo ordenó destinar recursos desmesurados para las fuerzas armadas, con el propósito de incrementar su pie de fuerza, adquirir armamento de tecnología avanzada y comprar dos docenas de aviones de combate. De un día para otro le declaró la guerra a su país vecino, para satisfacer sus fantasías de jugar con la vida de sus nuevos soldados de juguete.


ANTONIO ALBERTO CASTRO SILVA
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CANDY

Era un día soleado cuando encontré en la calle a Candy, tenía el pelo negro ondulado, ojos como ciruelas negras, menudita, alegre, muy ágil y juguetona, y de una ternura que me llegó al alma. No llevaba collar ni medalla. Tampoco encontré avisos de su búsqueda en los postes; así que decidí adoptarla y llevarla a casa. Fue recibida por Chiqui y Lupe, quienes la olían y tal vez esperaban alguna agresión, pero no fue así; sucedió todo lo contrario: jugaron y compartieron alegremente ¡Qué grata compañía fue la de Candy!

Candy, el nombre que le di, le venía muy bien, pues es ternura, dulzura, solo amor. Cuando más feliz y tranquila era su vida se perdió, pues al salir de viaje la llevé a una guardería y de allí se escapó sigilosamente, en medio de la lluvia y el frío.
- ¿Por qué mi mamá me dejó en este lugar? cuando tenga oportunidad escaparé, decía Candy, y así fue.
-Qué triste estoy en medio de carros y esta gran ciudad, pensaba tiritando, - lo mejor es caminar y buscar mi casa.
En su andanza encontró un vagabundo que la asustó y ella con todas sus fuerzas corrió y corrió.

Pasó por un parque y un maromero la invitó a viajar en su globo aerostático, allá arriba ella le pidió que la bajara pues su mamá vivía en tierra y no con las nubes. Luego se topó con un grupo de músicos, pero el sonido del saxofón, el violín y el tambor la tenían aturdida.

Sus patitas ya le dolían de tanto y tanto caminar, pero el ansia de ver a su mamá le daba fuerzas y emprendía su camino olvidando la sed y el cansancio. En su marcha cruzó la carrillera de tren y empezó a ver cosas conocidas y olores de viejos amigos en los postes, la panadería que exhalaba el aroma del pan fresco...el señor que arreglaba las bicicletas y la saludaba con una caricia, bueno todo eso la alentó.
- ¡Qué maravilla, siento que estoy cerca de casa!, decía Candy. 
Caminó un poquito más y al cruzar la esquina de su cuadra, se paró frente a la puerta de su casa, miró la puerta con sus ojos de ciruela negra, ladró con poco aliento, pero sus amiguitas oyeron esos sutiles ladridos y se formó una locura de ladridos, corrí a abrir la puerta y… ¡Qué maravilla Candy de nuevo en casa!

¡Qué alegría fue ese reencuentro! Se abrazaron con su mamá y prometieron no separarse jamás.

Una mascota nos da su fidelidad y amor desinteresado. ¡Qué hermoso es ser recibido al llegar a casa con ese vaivén de colita y un montón de saltitos de felicidad!


PURIFICACIÓN BARBOSA FLOREZ
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TIJUERA

Como de costumbre, en Tijuera, la brisa se levanta desde muy temprano a danzar con el polvo y la arenilla alrededor del humedal. Impulsada por un flow caribeño va hasta donde el mono asoma, se gira y regresa de vuelta a la ciénaga, va y viene en medio de su propio baile. De a poco se aproxima hasta aquel caserío en donde algunos habitantes preparan sus chalupas y atarrayas con ánimos de ir a pescar, recogen agua de la ciénaga o hacen allí alguna necesidad; bien sea, del uno o del dos (hacer del uno es orinar y hacer del dos es defecar) para no achantarlos con otras tantas.  

En Tijuera, desde que el día arranca hasta que la noche pierde su oscuridad se vive sin vacilación alguna, de juerga en juerga. Al desayuno, al tiempo que entre todos alistan el parrandón, aprovechan pa´ echar muela a una posta de pesca’o con yuca sancochada y un viaje de suero y, pa´ que baje rápido, la acompañan con agüita‘e panela. A la hora del almuerzo, cuando tienen prácticamente listo el parrandón de aquel día, se puede escuchar el chistear de un eco a través de la ciénaga. Un eco que se multiplica entre una cadena de sorbos entrelazándose con los sorbos de los vecinos en medio de un ritual tijuerense. 

En ese instante, todos incluidos los que habían vuelto de pescar saborean un sancochito de pesca’o con arroz y cucayo2 al piso; dicho plato se cocina religiosamente todos los días, a la misma hora en cada una de las casuchas que sostiene el fondo lodoso. La noche entra con el picó retumbando a todo timbal (con el máximo volumen en los equipos de sonido) bajo la sombra del cielo, en pleno parrandón y gozadera tropical “el Caliche”, “el Carlota”, “el Berrinche” y otros lugareños cuadran el plan de mañana, con el que puedan volver a sollársela3.

Es normal que los domingos en Tijuera la vaina se coja un poco más suave, sin tanto alboroto, así que sus habitantes prefieren jugar dominó, pescar como cualquier otro día o echar chistes sin parar, de preferencia vulgares. Sin embargo, en la cabeza de todos ronda la vaina de que al día siguiente se van a pegar su buena rumba, tal y como dice el tombo <con todas las de la ley>. Que no quepa la menor duda de la profunda hermandad con que aquí viven los tijuerenses. Su vínculo viene dado de la cercanía, de la compinchería. Pero más que nada, de sentirse arrullados, arropados y alimentados cada día por “la patrona”, como suelen llamar a la ciénaga, cuando están por ahí fuera, alejados de su relaja’o manto de paz. 

La carretera municipal no queda muy retirada de Tijuera. En algún punto de ella, hacia un costado y en medio del sol prendío a toda mecha, están sentaos “el Caliche” y “el Carlota” en una banca de madera que hace las veces de paradero de buses. Allí se les ve mirando a lo lejos. Uno pa´ un lado y el otro pa’l otro, mientras aguardan por uno de los camiones de Bebaria (encargados de distribuir la mejor cerveza de toda la región, a la que también se le conoce como “fría”), quienes recientemente, habían sacado al mercado una fría “edición limitada” con motivo del día del padre, por la que los pobladores de Tijuera andan envicia’os a más no poder. La novedad de esta fría es que la hacen con el sustrato del coco, fusionándolo en el proceso de maceración junto a la malta para darle un dulcecito especial. Por tanto, le dieron el nombre de “Cocaíta”.

Hacia el sur, en un trecho de la carretera, “el Berrinche” se encuentra acompañado de un paraje árido y pedregoso, tendido sobre el fogaje de la planada se le ve expectante y con la mirada puesta en el horizonte a través de unos binoculares, hacia el punto de donde sale un vehículo tras otro como si fuesen hormigas saliendo de la nada, pero nada que aparece el camión que transporta lo que ansiosos esperan los tijuerenses. Bocabajo, el “Berrinche” resiste sin escamotearse, aguanta las punzadas del mono que siguen chuzándolo desde lo alto, escucha crujir la tierra bajo la resequedad de sus labios, a ratos observa la claridad del horizonte hacerse borrosa y a las aves abatirse en el terreno infértil. 

Entretanto, se humedece más y más el contorno del sombrero vueltiao (sombrero autóctono del caribe colombiano) en donde su cabeza encuentra un mini respiro. La camisa le ha cambia’o casi por completo a un color naranja biche y hasta las alpargatas parecen llorar. Pero él sigue esperando, por momentos deja los binoculares y toma su sombrero agitándolo sobre el rostro a ver si puede aflojar aquel apretón que lo sofoca desde adentro, pero no consigue ni mierda.

En medio de la espera recibe una llamada de su primo a lo que contesta de inmediato diciendo: 

- Oye primo qué, ¿Dónde andas? 
- Pri, estoy saliendo de donde un valecita que me prestó un bolso de esos como pa’ jugá tenis. Voy saliendo pita’o pa´allá- contestaba el primo a la vez que indagaba: ¿No ha aparecí’o el camión?
- Nada marica, ¿Será que ese camión sí lo mandaron por acá hoy? - respondió incrédulo “el Berrinche” 
- Ombe, eso es seguro pri, ya eso está más que confirma’o. ¡Confía en mí! Te toca es estar en la jugada marica e´playa, acuérdate que ahí viene una platica buena- afirmó envalentonao el primo
- Eso va ¡entonces ponte pilas y llega rodallega! - sugirió “el Berrinche”
- Listo primo, ya te caigo- dijo el primo antes de finalizar la llamada.

Después de la llamada y tras solo unos minutos, “el Berrinche” ojeaba a lo lejos un camión que hacía su aparición sobre la vía llevando consigo un tren de carga mediana, del cual estaba ciento por ciento seguro de que era uno de los transportadores de la cervecería. Así que sin pensarlo dos veces y en medio de la agitación que le despertó aquel momento, telefoneó al “Caliche”:

- Primo, ahí fue... la máquina por fin apareció- dijo “el Berrinche” con cierto aleteo en la voz
- Copia’o primo, copia’o. ¿Más o menos a qué velocidad va rodando? - contestó “el Caliche” 
- No sé, compa, viene lejos, pero me da la impresión de que el man va rápido; yo le pongo como a unos 80 o 100. Aguántate ahí unos 10 minuticos antes de acomodar bien la trampa- decía “el Berrinche” haciendo un cálculo matemático a la topa tolondra (expresión usada para referirse a algo que se hace “a la ligera”).
- Dale, todo bien, vamo’a  da´le con to’a - dijo “el Caliche” antes de colgar.

Cuando el camión se acercaba a donde estaban “el Caliche” y “el Carlota” estos ya habían soltado sobre el pavimento, y a cierta distancia de unos reductores de velocidad (puestos allí para reducir el riesgo de los alumnos al dirigirse hacia la única escuela de aquel sector), unas tachas con un poco de clavos. El conductor que iba bien empelicula’o tarareando unos vallenaticos del cacique de la junta, no pudo darse cuenta de la trampa. 

De repente, un violento estallido en la parte trasera del vehículo hizo que este perdiera el control. Seguido a esto, pasó sobre los reductores de velocidad provocando a la enorme carrocería del camión torcerse hacia un lado y mandarse de lleno, contra la tierra seca que esperaba junto a la carretera, y que, por cierto, logró aguantar un poco el trepidante golpe.       

En aquel instante “el Caliche” miró al “Carlota” con excitación diciendo – vamos marica, ¡Sin mente! - a lo que su compadre respondió - ¡la gloria sea de nuestra “patrona” nojoda4! Entre los dos lograron levantar por completo el cobertor que llevaba el tren de carga, se treparon en este y comenzaron a echar en unas tulas y unas mochilas todas las frías que les fueran posibles. En medio del acelere, alcanzaron a escuchar una voz de auxilio proveniente de la cabina del camión, pero les valió huevo; estaban decididos, primero que todo, a saciar sus ganas de emborracharse ese domingo.

Pasó un breve momento antes de que llegara al lugar una moto de esas “pasolitas” (aquellas motocicletas de poco cilindraje, sencillas y ligeras que usan en varios pueblos para iniciarse en el uso de estas).  En ella venían “el Berrinche” con su primo, quien traía el propio bolsito pa´ encaletar las frías que se conservaban, en su mayoría, aún intactas en cajas o en pacas adentro del camión. Aunque al bajarse de la moto, este cogió fue derechito pa´ la cabina del conductor. 

Detrás de ellos, también caían al lugar un combo de tijuerenses que, como hienas hambrientas, se agolparon deprisa alrededor y por encima del camión que yacía vulnerable. Se dividieron a lo largo de este, unos apropiándose de las frías, tanto embotelladas como enlatadas, otros succionando con una manguera la gasolina y otros que, con lo que encontrasen, forzaban el capó para ver que se podían tumbar5 de allí.

Alejándose un tris del camión, “el Caliche” caminó con las tulas y las mochilas del “Carlota” y suyas hasta donde algunos compadres estaban pa´ vaciar, en una neverita de esas de icopor, las frías que ya habían cogido. Mientras tanto, a sus espaldas, dentro del vehículo, una chispa destellaba, transformando la carrocería en llamas. Como resultado de esto, y casi que de inmediato, el camión estalló. “El Caliche” se giró asusta’o; podía escuchar los gritos y alaridos que provenían de todos lados. Se quedó idiotizado viendo a sus compadres en medio de las llamas, viendo el humo desaforado que escapaba hacia el cielo como si se tratase de otro camión y también logró ver, al primo del “Berrinche” todo aporrea’o treparse en la “pasolita” y pisarse de ahí, sin echarle una mano a nadie.


ANDRÉS CALDERÓN PIÑERES
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ANTÚN

A orillas del caudaloso río Atrato y en la parte norte del Chocó se encuentra el municipio de Bellavista, que, con una gran extensión, cuenta con una vegetación y fauna muy exuberantes. Desde el aire se percibe como un inmenso tapete con distintos tonos de verde, compuesto por manglares, palmeras y árboles de maderas finas; su clima es cálido y muy húmedo, con presencia de fuertes vendavales a mediados del año e inundaciones entre noviembre y diciembre. Su población se dedica a la pesca, a la agricultura, la explotación forestal y minera; es en su mayoría afrodescendiente y conserva en su cultura muchos elementos africanos.

Desde su llegada a la parroquia San Pablo Apóstol de Bellavista, el padre Antún junto con otro sacerdote han cumplido a cabalidad su misión pastoral, después de mucho tiempo de trabajo realizando obras de apoyo a las personas de su comunidad, que viven una situación muy difícil por sus precarias condiciones económicas, pero sobre todo, por la presencia e influencia de la guerrilla de las FARC, que durante muchos años ha dominado la zona. Además, desde el año 1979 se hace presente de modo esporádico otro actor armado: los paramilitares.  

El conflicto continúa y afecta de muchas formas a la población, que tiene que acomodarse a esta situación o desplazarse a otros lugares lejos de sus propiedades.

A finales de abril de 2002, con la llegada, a través del río, de los paramilitares, se agudizó la guerra, pese a las gestiones que junto con las autoridades eclesiásticas y civiles realizaba el padre Antún ante las autoridades militares, y en la Defensoría, la cual emitió una alerta temprana a nivel nacional y comunicados escritos a ambos grupos para que la población fuera respetada y no se viera afectada por el conflicto.

Se presentaban fuertes enfrentamientos en el casco urbano de Bellavista entre guerrilleros y paramilitares. Detrás de la capilla se ubicaron los paramilitares y muy cerca, pasando un brazo del río, se apostaron los guerrilleros. Esto llevó a que el primero de mayo de 2002, sobre las tres de la tarde, más de 300 personas acudieron a la iglesia a resguardarse con la esperanza de que por ser la única edificación de concreto y por tratarse de la Casa de Dios, sería respetada.  El padre Antún los acogió y les brindó abrigo en la iglesia; allí pasaron la noche en medio del ruido del conflicto y de la angustia que la situación les producía.

Al día siguiente, desde las 6 de la mañana, continuaron los enfrentamientos. A pesar del riesgo, muchos de los que estaban en la Iglesia, salían en busca de familiares y amigos. Permanecieron allí casi cien personas entre ancianos, adultos, jóvenes y niños. A pesar del fragor del combate, algunos se las arreglaban para ingresar a la iglesia y acompañar a sus seres amados. Cuando se intensificó el combate, la guerrilla lanzó dos cilindros bomba y luego, como a las once de la mañana, se escuchó un fuerte silbido y pronto una enorme explosión que impactó el techo y la cúpula de la iglesia.  La nave central se llenó de metralla, destrucción y humo. Se produjo la muerte de 79 personas y muchos otros heridos.  Se trató de un cilindro bomba disparado por la guerrilla.

Luego del ruido atronador del impacto y de una fuerte llamarada inicial, todo se llenó de humo y de polvo.  El Padre Antún, confundido, se negaba a creer lo que estaba sucediendo.  Se salvó de morir porque una persona que pasó en ese instante frente a él recibió el impacto.  Sin embargo, lo hirieron en la cabeza y en un pie.  Dicen que cuando uno está cerca de la muerte, ve su vida como si fuera una película.  El padre se vio a sí mismo jugando, muy niño, con sus hermanos y sus amigos del barrio. Recordó sus aventuras en el río, y a su madre y a su padre siempre trabajando para darles educación.  Recordó el colegio y su paso posterior por el seminario, al cual decidió ir luego de conocer de cerca las necesidades de sus vecinos, amigos y demás conocidos, sintió que debía comprometerse con ellos y hacer algo para ayudarlos.  Recordó el día de su ordenación y su felicidad tiempo después cuando el obispo lo asignó para la parroquia de san Pablo en Bellavista… en pocos segundos volvió a la realidad y muy rápidamente y ante los gritos, lamentos y la destrucción a su alrededor, en su mente se hizo clara la necesidad de orientar a otros para salir de allí y buscar refugio. Salieron pasando sobre los cuerpos de muchos niños, ancianos y adultos que fueron destrozados y murieron; se trasladaron a la casa de las misioneras Agustinas, quienes, pese a todas las limitaciones, les ayudaron con todo lo que pudieron. 

Los combates continuaron, por lo que el padre Antún convenció a su gente sobre la necesidad de buscar embarcaciones lo antes posible y salir para Vigía del Fuerte. Con el apoyo de muchas personas organizaron todo, y muchos de ellos lograron salir enarbolando trapos blancos como bandera. Ya en las pangas que se desplazaban sobre el ancho y caudaloso río de aguas oscuras, el padre preguntó: ¿Quiénes somos? a lo que los pasajeros de las lanchas respondían que eran población civil y que exigían respeto. La única respuesta fue el cruce de disparos que continuó.  Poco a poco, y con la mirada inundada por las lágrimas vieron perderse en el horizonte a su amada Bellavista - Bojayá.

A pesar del efecto que lo vivido marcó en Antún y de lo duro de las escenas vividas, él sacó fuerzas para consolar y seguir apoyando a sus feligreses, muchos de los cuales aún cuestionan dónde estaba Dios que no les protegió. De modo incansable continuó su vida, ayudando a sus hermanos y con la esperanza puesta en Dios y en cada nuevo día.


RODOLFO ARTURO GONZÁLEZ BECERRA
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PEPITO PÉREZ EL GATO LEYENDA.

A Pepito Pérez le cambió su vida el día que vio a su padre en un concierto de rock con la Filarmónica de Medellín. Y Pepito Pérez quedó fascinado, pero no por la música sino por el pelo largo de los músicos.

-En su mente decía: ¡Oh! ¡Qué chimba de cabello que tienen esos manes! Yo quiero algo así, que me crezca y me haga ver especial.

Pero Pepito Pérez era un gato muy desaplicado; no asistía a la escuela y no sabía que los gatos tenían el pelo largo, así que pensó adquirir una peluca y ponérsela cuando iba a ver conciertos de rock y de Metal en la ciudad de Medellín.

El gato Pepito Pérez, al poco tiempo decidió viajar por pueblos, ciudades, montañas, calles y bares, hasta que un día dio un concierto en el teatro Pablo Tobón Uribe.

Mientras cantaba nadie sabía que allí había un gato; la gente aplaudía sin parar, sin saber que, detrás de ese telón, Pepito Pérez estaba recitando. Cuando el lienzo se abrió la gente quedó asombrada al ver un grupo de gatos tocando y cantando y no podían creer lo que estaban observando (ver un gato cantando).

Seis meses después – El gato Pepito Pérez y su banda tomaron fuerza, tanto así que viajaron por las diferentes ciudades del país, realizaron presentaciones con las distintas agrupaciones filarmónicas de la nación (rock filarmónico), pasaron los años y ya contaban con 13 discos y miles de seguidores en Colombia y en el mundo entero.

A partir de ese momento Pepito Pérez aprendió a ser un gato y la mejor forma de mostrar su lado amable fue creando una academia para gatos habilidosos y felices.

En enero de 2017 Pepito Pérez emprendió un viaje con otros gatos tomando rumbo desconocido.  Es la hora que no ha regresado a deleitar sus conciertos en nuestro amado país Colombia.

¡Colorín Colorado este cuentecillo ha culminado!


DAVID CASTIBLANCO CASTIBLANCO
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EL HOMBRE DE HIERRO

Un edificio blanco con 33 pisos y múltiples habitaciones en su interior. Algunos entraban y salían, otros no volvían a salir. Mientras más arriba se ubicara la habitación, más costosa sería la estadía. La habitación #14 del último piso tenía suficiente espacio para quien pudiera pagarla. Estaba conformada por tres paredes pintadas de color verde oliva y un gran ventanal de esquina a esquina. Desde allí, se podía observar la gran metrópolis desde un ‘nivel superior’ como lo pensaba ella. La altura de la habitación le permitía apartarse del ruido de los carros y del murmullo colectivo de los trabajadores con traje y maletín quienes, al andar, se parecían a ella despidiéndose apresuradamente de su madre antes de llegar a la oficina. A Teresa siempre le importaron tres cosas en la vida: su carrera, el buen gusto y dormir sola.

Llevaba tres días en la habitación del edificio blanco por lo que ya se sentía como en casa. Eran las 9 a.m., la hora perfecta para mirar por la ventana sin sentir mareo. Se asomó y disfrutó de esa mirada omnipresente sobre la gran ciudad. Comenzó a hacer un recorrido por las calles y carreras que en algún momento había caminado apresurada y, al llegar al quiebre de una esquina, donde la vista desde el piso 33 del edificio blanco se acababa, alcanzó a detallar una estatua que le causó curiosidad. Se trataba de un hombre construido en hierro con una espada clavada en su pie izquierdo y el índice de su mano derecha apuntando al cielo. La estatua parecía flotar, pues el material que le servía de apoyo era tan delgado que daba la sensación de no existir.

Sonó la alarma; eran las 11 a.m. De repente, le dio la espalda al ventanal, caminó hacia la mesa donde tenía el celular para detener aquel sonido y tomar el primer medicamento del día. Mientras apagaba la alarma, pensó que el tumor que tenía en su estómago, era tan pesado como un hierro sobre algo tan liviano como su cuerpo. Un cuerpo reducido a los huesos y un poco de carne a causa del cáncer. Un cuerpo que ya no se sentía sin la enfermedad que lo atravesaba.

Hacer esa comparación le hizo sentir rabia mientras el medicamento, una pastilla gruesa y redonda, bajaba por su garganta. La rabia se transformó en tristeza y después en alegría. Recordó a su abuela y, con una sonrisa diminuta, intentó pronunciar alguno de los dioses a los que le hacían rezar cuando era pequeña. El dolor insoportable del cáncer no era más grande que el sinsabor que le causaba pensar en que pronto se iría del mundo. De momento, Teresa se sintió como aquella estatua: miserable por clavar con fuerza la espada en su cuerpo, pues se sentía culpable de su enfermedad a causa del trabajo excesivo, pero dichosa por haber sido una mujer exitosa y poder irse satisfecha al cielo.

La pastilla ya se había disuelto en el estómago y el medicamento comenzaba a cobrar efecto. Era mediodía y esa no era la mejor hora para mirar por la ventana. Aun así, con debilidad, volvió a asomarse por el ventanal mientras tocaba su estómago y sentía el tumor. De pronto, si tuviera menos mareo, podría seguir detallando al hombre de hierro y ser capaz de descifrar el material que lo sostenía, pero no, solo podía ver la estatua, así como solo podía sentir el peso del elefante en su estómago. El resto del cuerpo parecía inexistente, tal como el soporte.

Por un momento quedó atrapada en sus pensamientos. Sonó de nuevo la alarma; eran las 3:00 p.m., hora del siguiente medicamento. Bajó la persiana, se retiró del ventanal, apagó el sonido y se sentó en la orilla de la cama. Cerró los ojos, tragó la pastilla y agradeció de nuevo por su carrera, la buena comida, los vestidos caros y, en especial, por no tener que aguantar a alguien a su lado mientras caía suavemente sobre las sábanas.

ANDREA CAROLINA SAAVEDRA CAMARGO
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EL DELANTAL DE LA ABUELA

A comienzos del siglo XX mi bisabuelo adquirió la hacienda de lo que sólo quedaba una cuadra en forma de triángulo después de la construcción de dos avenidas al norte de la ciudad y en la punta más aguda estaba situada la casa de mi abuela, era un pequeño lote donde ella cultivaba hortalizas, papayuela y curuba, que usaba para los potajes y dulces que nos ofrecía en las celebraciones familiares.

La navidad era para nosotros como el reencuentro de la familia; mi abuela desbarataba la sala de su casa y dejaba todo listo para comenzar a montar el pesebre el primer día de la novena. Ya tenía listos los amasijos, el masato y la chicha para que le diéramos la aprobación. Ese año pasé por su casa en el atardecer del quince de diciembre, muy rara vez lo hacía, pero como desde hacía dos años ya trabajaba pensé que era el momento de visitarla y aprovechar para llevarle un detalle. Me detuve en la tienda y encontré lo que a mi abuela le gustaba usar: un delantal en tela estampada con flores, el faldón redondo, los dos bolsillos grandes y un encaje ancho que lo rodeaba totalmente. Cuando ella lo vio, en señal de agradecimiento lo cambió por el que traía puesto, lo estrenó sirviéndome un envuelto de mazorca, el cual acompañamos con una taza de mazamorra dulce con hojas de naranja y cubitos de queso.

Le conté los avatares de mi trabajo y, aunque no los comprendiera, me decía:

- ¡Qué interesante mijo!

Yo le sonreía y dejaba que ella me contara con alegría los detalles de su ritual de navidad y de cómo cada año iba creciendo el pesebre gracias a los aportes de sus nietos, que le dejábamos juguetes pequeños que ya no usábamos. Me acordé de la gallina blanca de mis hermanas, que al empujarla hacia abajo ponía un huevo, y del soldado de plástico que yo le cedí hace unos años para el pesebre. Ese atardecer me pareció el más afortunado de mi vida, porque no había disfrutado con la abuela de sus palabras y cariños en todos esos años.

Cuando caminábamos hacia la puerta de la casa, pasamos por el frente de la sala, ya estaba desocupada, con el piso limpio y brillante y le pregunté con asombro.

- ¿Abuela, no me digas que moviste los muebles y te pusiste a virutear y a arreglar el piso tú sola?

- ¡No mijo!, sus primos vinieron en la tarde y me ayudaron – me contestó con una sonrisa en los labios – sacaron los muebles, enceraron y brillaron el piso.

- ¡Qué bueno, abuela! Que aprovechen sus vacaciones y te colaboren con estos menesteres.

- Sí, mijo - sonrió y me despidió con un beso en la frente, y agregó – no olvides que mañana te esperamos para rezar el primer día de la novena y aprovechamos para celebrar el cumpleaños de tu papá.

- ¡Qué rico, abuela! Entonces nos vemos mañana. Le di un beso en la mejilla y salí de su casa.


Creo que fue una de las mejores navidades que pasé; fue delicioso compartir con mi abuela esa tradición.

Hoy, después de muchos años, estoy aquí destapando las cajas de los adornos de navidad y pensando en desocupar el rincón al lado de la chimenea para armar el árbol y “vestir” el pesebre como mi abuela decía. Me sorprendí cuando encontré en la caja, junto a los reyes magos, el soldado que tenía una mano mordida.


MIGUEL ÁNGEL SALAZAR MAYORGA
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EL CAMINO DE LA SERPIENTE

Se podría decir que las gotas acariciaban las hojas; sí. Los días en esta ciudad siempre eran húmedos; es lo que recuerdo. La jornada era la de siempre: caminar, buscar, recoger, continuar; sencillo. Se camina por las tierras y asfalto, claro, no deja de ser una ciudad. Es la ciudad que me vio nacer, salvo que día a día me siento lejos de ella. ¿Debería encontrar lo que busco con el solo hecho de caminar, verdad? Siempre lo pregunto. En este día, en este camino, entre el goteo, lo encontré.

Era una serpiente negra no más grande que mi dedo corazón, una tierrera. Su cabeza era difícil de ver a menos que el sol la alumbrara, pero era un día húmedo y no recuerdo el sol. La miré y ella me vio, -difícil encontrar otra alma en dicho momento-. ¿Cuánto tiempo nos quedamos viendo? No lo sé; creo que no importaba el tiempo en un día como ese. ¿Estaba con ropa en ese instante? Parece que tampoco importa la ropa. Importa la tierra, sí, importa mucho. Era negra, con poco pasto kikuyo, hermoso paisaje. Yo estaba en medio del asfalto y descubrí una pequeña grieta donde se alzaba un diente de león.

Estás distraído, dijo la serpiente. No lo siento así; es un día especial para mí, lo debo contar todo. ¿Sin contar lo importante? Respondió. Sentí que estaba enojada, tal vez. ¿Por qué estará enojada? ¿Bastaría con decirle que es lo que tanto he buscado? No lo soy, tenlo por seguro, replicó. Un momento, pero si solo he estado hablando del gusto que fue encontrarte y compartir contigo ¿cómo es que no eres lo que busco? Lo recuerdo claro, como si hubiera sido ayer. Los árboles están sin hojas y acá no tienen razón para perderlas. ¿Cómo no admirar que el río que pasa al lado nuestro está por desbordarse? Mira el blanco de los ojos de la gente que nos está viendo, está ciega. Mira la tierra negra, con el poco pasto, se está comiendo el asfalto.

Estas distraído. Al darme cuenta, la serpiente había superado la copa de los árboles y me estaba mirando. Ahora mi dedo corazón no es más grande que alguna escama que rodea sus ojos. Puedo observar el negro azabache de su piel. Ya no encuentro otro color que se encuentre en mi radio de visión. Puedo sentir como su lengua se agita hacia mí y cada instante con mayor fuerza. ¿Por qué no lo vi, aquella criatura que he buscado por tanto tiempo? Has tenido que cambiar de tamaño solo para que te vea. ¿Qué hay de mí?

No espero que lo entiendas, dijo la serpiente volteando la mirada y empezando a surcar el cielo. Si existe algo que has de encontrar tenlo por seguro que no soy yo. No me he de explicar, no tengo intención de gastar mi tiempo contigo, la eternidad siempre es más corta de lo que crees y hay tan poco por hacer. Puedes seguir describiendo el camino si quieres; al final es tu propia historia. Yo, por mi parte, puedo advertir una cosa: recuerda que la serpiente que te encuentras en la mitad del camino, con ojos de brillo negro y escamas de azabache, no esperará ese cuento sin antes querer probar un bocado.


EDGAR FRANCISCO OTÁLORA BOHÓRQUEZ
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LA NIEBLA
La memoria reconforta cuando la injusticia es la ley 
(Bhopal, India. 2 y 3 de diciembre de 1984)

- Fue la niebla -dijo como si su respuesta anticipara las posibles preguntas que se pueden hacer con respecto a un lugar desconocido. - ¿Qué hace usted aquí?
-No sé, sólo caminaba por aquí - respondió el forastero con cierto aire de dejadez. Mintió deliberadamente. Sabía que su búsqueda, aunque indefinida, podría despertar desconfianza para quienes él solo era un desconocido.

La mujer se quedó por un momento en silencio y con su actitud parecía indagar más allá de lo visible, aunque sus ojos permanecían velados.

- ¿Y de dónde viene?
- De la ciudad nueva. -respondió- Aunque presentía que ella de alguna manera ya lo sabía.

En este lugar no encontrará lo que busca; es mejor que se vaya y no regrese. Lo dijo sin inmutarse, absorta en un pensamiento indefinible, al tiempo que su rostro adquirió un gesto terrible; cuando parecía que ya no tenía más por decir, cubrió con dificultad parte de su rostro con el sari que vestía, y agregó:

Es un sector ignorado, nadie extraño viene hasta aquí, todo permanece trastocado por el olvido; no somos nadie en esta tierra, si estamos aquí es porque no tenemos a dónde ir. 

El forastero pareció dudar por un instante; regresar, continuar - en ello se debatía-, fue cuando la mujer interrumpió sus pensamientos diciendo:

-Convendrá usted, si le place, en esperar la llegada del tren, si eso es a lo que viene. Pero por lo pronto tome asiento, no se vaya a quedar parado allí al sol.

El caminante se detuvo a observar detenidamente su reloj de mano, recordó que a mediodía los trenes reanudaban su marcha por la ciudad. 

- ¿Y en dónde encuentro la parada? -preguntó- Sólo entonces, él notó su mano inmovilizada.

- Justo allí - señaló ella (con un amplio dominio de su cuerpo) en dirección a las vías del tren, como si de este modo pudiera controlar la ubicación de todo lo que le rodeaba.

Instintivamente, siguió la indicación que le hizo, restándole importancia a la precariedad del lugar. Fue así como se percató de que la barriada permanecía desierta a plena luz del día y, a no ser por la presencia de algunos animales domésticos que deambulaban por la carrilera, pudo pensar que estaba ante un lugar inhabitado. Advirtió así mismo, que la persistencia del silencio era una sensación sobrecogedora, que le hizo dudar de lo real de la situación en la que se hallaba.

-Le ofrecería agua, pero no es para beber, lo entenderá usted - dijo la mujer, mientras se sentaba en cuclillas en la escalinata que daba acceso a la casa. Permaneció allí como esperando a la nada por venir, como los que se sientan a ver pasar el tiempo.
- ¿Y dónde está la gente? –se aventuró a preguntar el forastero-
- Aquí. Aunque invisibles para otros, perseveramos ante la adversidad. Vivimos de nuestras dolencias, sobrevivimos a una infamia que aún continúa y   cuya insidiosa persistencia nos condena. Solo con detener la mirada en una ventana o en una puerta, podrá acercarse a nuestras desgracias cotidianas. Es la dignidad que la niebla no extinguió la que nos mantiene aún con vida. Su respiración se tornó cada vez más pedregosa. Era como si se tratara del mismo sordo rumor que persistía en el lugar; una resonancia contenida dentro del silencio imperante.
  
Por un momento la mujer se quedó inmóvil como la estatua de un templo, mientras que el hombre, con cierta reverencia, descargaba su maleta en el suelo y, con la mirada vuelta hacia atrás, observó en el horizonte, a pesar de que la luz del sol hacía inclinar la cabeza. Algo llamó su atención. Sobre los tugurios se alzaba el esqueleto de lo que alguna vez fue una planta de químicos que parecía flotar sobre la ciudad, asediándola con su impune obsolescencia; aunque a la distancia las demás construcciones se tornaban indefinibles, su presencia de fósil en actitud vigilante era la que definía su carácter. Era difícil que por su aparatosa extensión pasara desapercibida, pero era precisamente esta condición la que de alguna manera le confería una apariencia inofensiva.

Todas las desgracias que nos afligen se pueden asociar a un solo nombre:  Union Carbide – aseveró la mujer-; una empresa que, previendo un gran negocio, erigió una máquina caduca que, como un monstruo agonizante, vertió su corrompida hiel sobre la tierra. Un engendro cuyas  dolencias nunca fueron tratadas lo suficiente y cuyo poder destructivo de su fuerza algunos creyeron que era posible contener para asegurar así el beneficio que de ello obtenían.

Se ve que allá solo las ruinas permanecen – dijo el forastero antes de volver la mirada a aquello que atrajo su interés-. 

Eso que ve es apenas una sombra de lo que quedó en 1984 – Afirmó ella. Un monumento a la impunidad que persiste, recordándonos a cada tanto lo ocurrido, y que, como maleza, sigue prosperando y envenenando todo lo que toca. 
Ahora, sin querer, vivimos bajo su influjo, como sombras que se deponen al atardecer para finalmente sucumbir en la oscuridad de la noche. No hay manera de evadir su dominio; quienes lo intentaron se extraviaron y no volvieron. Ni la muerte puede asegurar nuestra absolución.

El viento sopló removiendo los desechos desperdigados por el suelo y, pese a que el polvo cayó indistintamente sobre todo lo que se interponía a su paso, la mujer no mostró ningún indicio de incomodidad, ni se cubrió el semblante.

¿Y cómo es que este monstruo les robó el aliento? - inquirió el peregrino. 

Lo que se sabe es de oídas. Fue la fábrica. De sus entrañas ardientes nació la tragedia: del agua al aire pasó su vaho, dando la impresión de que era el mismo aire el que se incendiaba, pero era una combustión sin fuego; una especie de humo deletéreo que, fluyendo pesadamente, avanzó arrastrándose por el suelo.

El sopor del mediodía hacía por momentos incomprensibles las palabras y, aunque un sentimiento de agobio lo invadió, el forastero dijo:

- ¿Es la niebla? 
                                                                                              
La mujer asintió con la cabeza. Nada parecía perturbar su tranquilidad. Por un instante pareció que necesitaba tiempo para retomar la conversación, pero después de un breve pensamiento que ocupó su mente, dijo en su inglés salpicado de hindi:

- Fue en la medianoche de un 2 de diciembre cuando el viento del sur trajo consigo la niebla que exhaló un tufo pestilente sobre la ciudad vieja.  Se coló entre los recovecos de las casas sin que sus habitantes pudieran hacer algo para contenerla, porque mientras más intentaban sortear su embate, más sucumbían ante sus mortíferos efectos, y así continuó expandiéndose a medida que los animales caían ante su avance imparable. 

Y tras un hondo respiro, retomó la conversación ante el silencio que embargaba a su interlocutor.

- Cuando salí a la calle vi que la gente huía desesperada. Muchos de ellos caían al suelo de un momento a otro, sin vida, con el cuerpo estallado por dentro. Incontable fue el número de víctimas en esa noche. Las palabras no alcanzan para describir lo vivido. Solo hasta el amanecer, con la niebla disipándose de los cuerpos, fue posible empezar a asimilar lo ocurrido. Apenas si logré llegar al hospital, y allí debí permanecer entre cuerpos que yacían amontonados en el suelo en medio del silencio matutino, escuchando cómo el llanto de musulmanes e hindúes al reconocer sus muertos, se confundía con el de los sobrevivientes aquejados por las dolencias recién adquiridas. 
El forastero no podía apartar su mirada de incredulidad ante los sucesos que le contaban, y sin que pudiera hacer otra pregunta, la mujer expresó -infundiendo cierta tranquilidad a quien la escuchaba:

- La nuestra es una historia a la que apenas hemos ido acostumbrándonos. Cuando la catástrofe sobrevino, nadie daba fe a nuestras palabras y quisieron ocultar nuestra desgracia. Se ha de estar aquí para entender lo ocurrido.

De repente, un estruendo metálico se hizo sentir en el suburbio. Era como si el ruido se adentrara con sus vibraciones en todo cuanto existía en aquel paraje, sacudiéndolo antes de dejarlo rendido en su prolongado aletargamiento. Era el silbido del tren que anunciaba su llegada. 

Hizo su parada rutinaria en lo que se asemejaba a un asentamiento abandonado, y cuando parecía que no iba a suceder nada en particular, de las casas emplazadas a lado y lado de las vías del tren surgieron como fantasmas sus moradores: hombres ciegos, mujeres discapacitadas asistidas por sus hijos, o estos, minusválidos, cargados por sus madres.  Se iban concentrando en torno a uno de los vagones del tren, formando una especie de comparsa patética, un desfile de todas las desgracias juntas en un mismo lugar; un espectáculo desolador en espera de una ayuda, que ocasionalmente llegaba por voluntad de una brigada de salud.  


Desde la ventanilla del tren, el forastero contempló a la mujer desaparecer entre una multitud condenada a vagar en la tierra, cargando a su hija a la espalda, antes de que la maquinaria en su marcha dejara ver cómo las casas se perdían más allá de los últimos tramos de la vía.  



VÍCTOR ALFONSO OVELENCIO BALLÉN 
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Nuestro tallerista, Jonnathan Jiménez, nos hace una invitación a participar de sus talleres de cuento los días 16,20 y 23 de marzo. 




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DE LO RECÓNDITO

Tío Horacio despierta la mañana con su voz.
Del frío de las montañas lo oigo a él y a su nieto,
cuando la brisa de la ciénaga levanta
las tablas de la casa a punta de susurros.

Los ojos de tío Horacio se abren
como la boca del ínfimo pez guájalo,
abriéndole paso a toda balsa que pesca sin cesar.
Un dedo de cáñamo señala los aleteos del ave multicolor
que recoge el último abrazo del agua.

En las habitaciones de la selva,
ruge un jaguar
el quebranto polvoriento bajo su presa.
Pronto la sombra de una custodia rocosa atrapa
el lugar que traigo a la memoria.

La luz se va
y con ella
la muerte de un sonido ancestral
dibujado en los ojos del pequeño.

El viejo cierra los ojos.
Aquí las nubes ocultan el paraje
por donde el sol aún deambula

Jonnathan Jiménez
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CARONTE

Caronte se inclinó hacia delante y remó. Todas las cosas del mundo eran una con su infinito cansancio.

Para él, la cuestión no se reducía a simples años o siglos, sino a ilimitados flujos de tiempo, y a una antigua pesadez y a un punzante dolor en los brazos, que se habían convertido en parte de un laberinto creado por los dioses y en un pedazo de Eternidad.

Si los dioses le hubieran enviado siquiera un viento contrario esto habría dividido todo el tiempo en su memoria en dos fragmentos iguales.

Tan grises resultaban las cosas donde él estaba, que si alguna luminosidad se demoraba entre los muertos, en el rostro de alguna reina como Cleopatra, sus ojos no podrían percibirla.

Era extraño que actualmente los muertos estuvieran llegando en tales cantidades. Llegaban de a miles cuando acostumbraban a llegar de a cincuenta. No era la obligación ni el deseo de Caronte considerar el porqué de estas cosas en su alma sombría. Caronte sólo se inclinaba hacia adelante, y remaba.

Entonces nadie arribó a sus costas por un tiempo. No era usual que los dioses no enviasen a nadie desde la Tierra; pero claro, los Dioses saben.

Entonces un hombre llegó solo. Y una pequeña sombra se sentó estremeciéndose en una playa solitaria y el gran bote negro zarpó. Sólo un pasajero; los dioses saben. Y un Caronte enorme y abatido remó y remó junto al pequeño, silencioso y tembloroso espíritu.

Y el sonido del río era como un poderoso suspiro lanzado por Aflicción, en el comienzo, entre sus hermanas, y que no pudo morir como los ecos del dolor humano que se apagan en las colinas terrestres, sino que era tan antiguo como el tiempo y el dolor en los brazos de Caronte.

Entonces, desde el gris y tranquilo río, el bote se materializó en la costa de Dis y la pequeña sombra, aún estremeciéndose, puso pie en tierra, y Caronte volteó el bote para dirigirse fatigosamente al mundo. Entonces la pequeña sombra habló, había sido un hombre.

«Soy el último», dijo.
Nunca nadie había hecho sonreír a Caronte, nunca nadie lo había hecho llorar.

Lord Dunsany


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